martes, 14 de abril de 2009

Lope de Vega

La personalidad de Lope de Vega es tan escurridiza y contradictoria que no cabe encerrarla en las líneas de una biografía. Habitualmente, su vida se nos presenta como una agitada sucesión de aventuras, una intensa crónica sentimental que ha sorprendido y admirado a varias generaciones de lectores. Sin embargo, fue una vida sedentaria, pobre en acontecimientos externos. Lope no salió nunca de la Península, exceptuando su participación en una expedición a las Azores y su discutido enrolamiento en «La Invencible». Lope fue un aventurero íntimo. Los múltiples y a veces turbulentos azares de su vida fueron esencialmente sentimentales y afectivos. Detalles tan recónditos de su existir no podríamos conocerlos si el propio poeta no hubiera ido trasponiendo esos pormenores a su obra literaria. Notario lírico de sí mismo, basta que nos asomemos a su romancero morisco o al pastoril para ver al trasluz de Azarque, de Zaide, o de Belardo, al joven arrebatado y sentimental que fue o creyó ser. Sus versos cultos son plasmación casi inmediata de las tormentas que pasaba su alma. Incluso en la poesía épica o dramática, tan ajenas a la expresión de la subjetividad, encontramos alusiones a sus odios y amores, a los momentos de felicidad o amargura que el destino tuvo a bien depararle.

Lope sentía la necesidad de dejar testimonio de sí mismo. Esta pasión, que tanto ha ayudado a sus biógrafos, encierra también sus trampas y peligros. Es evidente que el protagonista no es -no puede ser nunca- un narrador imparcial. Sobre todos los acontecimientos pondrá el filtro de la subjetividad. Pero a esa distorsión debe añadirse otra: Lope gustaba de verse a sí mismo como personaje literario y recreaba su propia imagen según los tópicos del momento, a los que dotaba de una nueva vitalidad y calor. Añadamos a esto que tuvo siempre sus manías y entre ellas se contó el acrecentar el número, en verdad grandísimo, de sus obras y el restar algunos de sus años. Las referencias autobiográficas que dejó en verso y prosa hay que mirarlas al trasluz para adivinar en ellas, no tanto el dato concreto que en ocasiones aportan, cuanto el proceso psicológico que insinúan o esconden. En casi todas sus obras encontraremos la vida invadida por la literatura y, como corolario, la literatura impregnada de vida. Si Ramón Gómez de la Serna dijo de Quevedo que «tenía vocación de muerto», de Lope de Vega pudo decir muy bien que tenía «vocación de vivo». Gran parte de la vida del gran poeta la transformará en poesía.

Félix Lope de Vega Carpio nació en Madrid a finales de 1562. Hay discusión acerca de la fecha exacta. El primero de sus biógrafos, su discípulo Juan Pérez de Montalbán, señaló el 25 de noviembre, «día de San Lope, obispo de Verona», pero W. T. McCready ha apuntado que el día de San Lope es el 2 de diciembre, por lo que también se apunta esta última fecha. Sus padres fueron Félix de Vega y Francisca Fernández Flórez, naturales -al parecer- del Valle de Carriedo, en la Montaña santanderina. Félix de Vega, bordador de profesión, debió de acudir a Madrid en 1561, atraído por las posibilidades profesionales y económicas que le brindaba la recién estrenada capitalidad. Años después, Lope se inventó una novela, o poco menos, a propósito de su nacimiento. En una carta a una poetisa indiana, que llama Amarilis, y que parece que es invento suyo también, le dice cuál es su procedencia:

Lope se jactó siempre del origen montañés que apunta en el texto citado y de la «nobleza» que le venía de sus antepasados. Esa hidalguía estaba más en su imaginación que en los documentos o en la consideración social. Se ha insinuado la posibilidad de que Lope fuera de origen converso. Quizá se trate de un mero fruto de la marea provocada por los escritos de Américo Castro. En los textos de Lope se recrea con cierta frecuencia el caso del hombre valioso cuyo ascenso se ve injustamente dificultado por su origen. No obstante, en otras obras no faltan puntazos antijudaicos, que reafirman los viejos tópicos de la comunidad cristianovieja y nos muestran que el poeta había asimilado los valores imperantes en la sociedad de su tiempo.

El que sería conocido como «Fénix de los ingenios españoles» comenzó estudiando en la escuela de Madrid que regentaba Vicente Espinel, a quien siempre trata con veneración y respeto en sus escritos. Continuó su formación en el estudio de la Compañía de Jesús, que más tarde se convertiría en Colegio Imperial. Posteriormente, parece que cursó cuatro años (1577-1581) en Alcalá de Henares, aunque sin alcanzar ningún título. Había entrado siendo muy joven al servicio del obispo de Cartagena, inquisidor general y más tarde obispo de Ávila, don Jerónimo Manrique. Algún estudioso ha apuntado la posibilidad de que también estudiara en la Universidad de Salamanca, pero de esto no existe más indicio que una ambigua alusión en la presentación del apócrifo Tomé de Burguillos. La inspiración salmantina y universitaria de algunas de sus obras (El bobo del colegio, El dómine Lucas...) puede y debe explicarse, mientras no dispongamos de noticias más concretas y fidedignas, por su estancia en Alba de Tormes en 1590-1595.


En junio de 1583 zarpó de Lisboa, tras alistarse en la escuadra que, al mando del marqués de Santa Cruz, tenía como objetivo reducir la resistencia que en la isla Terceira (Azores) oponía el prior de Crato, aspirante al trono portugués, a la autoridad de Felipe II. Al regreso, conoció a la primera de las numerosas mujeres que amó: Elena Osorio, Filis, hija del empresario teatral Jerónimo Velásquez, separada de su marido. En 1587, al saber que un importante personaje, Francisco Perrenot Granvela, lo desplazaba del amor de Elena, hizo circular contra ella y su familia unos poemas insultantes, por lo que fue condenado a cuatro años de destierro de Madrid y a dos del reino de Castilla. Pero el 10 de mayo de 1588 contrae matrimonio por poderes con Isabel de Alderete (Belisa) o de Urbina, hija del famoso pintor. Por esas fechas aseguró Lope que se alistó en la Gran Armada que se dirigía contra Inglaterra, luchando en el galeón San Juan, pero es dudoso; en la corta travesía, que probablemente no abandonó la costa hispano-portuguesa, escribió un poema épico al modo ariostesco: La hermosura de Angélica.

En diciembre de 1588 volvió derrotada «La Invencible» y con ella debió regresar Lope, que se dirigió a Valencia, tras incumplir la condena que se le había impuesto al pasar por Toledo. Con Isabel de Urbina vivió en la capital del Turia, donde afianza su estética teatral junto a notables dramaturgos como Tárrega, Gaspar Aguilar, Guillén de Castro, Carlos Boil y Ricardo del Turia.

Tras cumplir los dos años de destierro del reino, Lope se trasladó a Toledo y allí sirvió a don Francisco de Ribera Barroso, más tarde segundo marqués de Malpica, y entró al servicio del quinto duque de Alba, don Antonio de Toledo y Beamonte. Como gentilhombre de cámara se incorporó a la corte ducal de Alba de Tormes, donde vivió entre 1592 y 1595. Allí murieron Isabel de Urbina (en otoño de 1594), al dar a luz a Teodora, y las hijas habidas en el matrimonio. Escribió por entonces su novela pastoril La Arcadia.

En diciembre de 1595 le llega el anhelado perdón y regresa a Madrid, donde es acogido calurosamente. Una nueva pasión le aguarda: Micaela Luján, Celia o Camila Lucinda en sus versos, mujer bella e inculta, también casada, con la que mantiene relaciones hasta 1608, y de la que tendrá cinco hijos, entre ellos dos de sus predilectos: Marcela (1606) y Lope Félix (1607). A partir de 1608 se pierde el rastro literario y biográfico de Micaela de Luján. Lucinda es la única de las amantes mayores del Fénix cuya separación no dejó huella en su obra. Pero en 1598 había contraído segundas nupcias, tal vez por dinero, con Juana de Guardo, hija de un rico abastecedor de carnes, vulgar y poco agraciada. Sólo en los poemas dedicados a su amado hijo Carlos Félix (el matrimonio tuvo, además, tres hijas) asoma la figura borrosa de la esposa. Durante bastantes años Lope se dividió entre los dos hogares. A pesar de tan ajetreada existencia, esta época fue pródiga en impresiones. Para entender en su justa dimensión lo que significa esta avalancha de papel impreso, debemos tener presente que en el Siglo de Oro los poetas, por timidez o despreocupación, se resistían a imprimir los frutos de su ingenio. La obra de Lope se había difundido manuscrita y a través de ediciones que el autor no había promovido ni autorizado. Espera hasta los treinta y ocho años -él, que era famoso desde los veintipocos- para resolverse a patrocinar con su nombre las ediciones.

En 1605 conoce y traba amistad con don Luis Fernández de Córdoba y de Aragón, duque de Sessa, con el que mantendrá a lo largo de toda su vida una extraña relación en la que se mezclan los papeles de secretario, confidente y alcahuete

En septiembre de 1610 Lope se traslada definitivamente a Madrid y compra la casa de la calle Francos (hoy de Cervantes), en la que vivirá el resto de sus días. En 1609 había ingresado en la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento en el oratorio de Caballero de Gracia y al año siguiente se adscribió al oratorio de la calle del Olivar.

Pero no duró mucho esta experiencia plácida y sin contratiempos. Doña Juana sufre frecuentes enfermedades y en 1612 Carlos Félix, al que había dedicado poco antes Los pastores de Belén, muere de unas calenturas. El poeta escribirá una de las más bellas elegías de nuestra lengua («Éste de mis entrañas dulce fruto...»), pero poco intensa, porque Lope era demasiado vital. El 13 de agosto del año siguiente Juana de Guardo muere también, al dar a luz a Feliciana. El 24 de mayo de 1614 decide ordenarse de sacerdote. La huella literaria de esta crisis y sus arrepentimientos irá a parar a las Rimas sacras, publicadas en 1614, que contienen sin disputa los más bellos sonetos sacros del Barroco. La emoción poética, tan patente, procede de la angustia de sentirse preso en un pasado y vislumbrar al mismo tiempo otros gozos espirituales. Todo lo que fue entrañable y apasionada poesía amorosa se convierte ahora en poesía a lo divino, por decirlo así. Las Rimas sacras contienen esos bellísimos sonetos que figuran en todas las antologías, «¿Qué ceguedad me trujo a tantos daños?», «Pastor, que con tus silbos amorosos» y «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?», en el cual se dan cita algún versículo del Cantar de Cantares con Horacio y la experiencia de un Lope amante de Elena Osorio cuando pasaba muchas noches tendido en el suelo de la casa de la amante. Ahora bien, Lope también pagó su tributo a aquella poesía conceptista de Bonilla y Ledesma, que tantos estragos causó, como el dedicado a San Roque, que comienza «Jaque de aquí con este santo Roque»; pero al que sigue otro soneto lleno de desengaño barroco: «¡O engaño de los hombres, vida breve!». Pero tampoco lo pasaba muy bien con la «nueva poesía», que se había divulgado mucho, y tampoco Góngora dejaba pasar ninguna oportunidad de zaherir a Lope, quien, a su vez, le admiraba y temía.

El recién ordenado entró enseguida en la carrera de los beneficios eclesiásticos. Por medio del duque de Sessa consiguió una «prestamera» en la diócesis de Córdoba y en 1615 solicitó una capellanía que instituyó en Ávila su antiguo protector Jerónimo Manrique. En octubre de ese mismo año acompañó a su señor en la comitiva que acudió a Irún con la infanta Ana de Austria y dio escolta de honor hasta Madrid a Isabel de Borbón, la futura esposa de Felipe IV.

Poco duró la castidad del nuevo sacerdote. Además de la relación con una comedianta («La loca») durante su viaje a Valencia de 1616, Lope tiene el último gran amor de su vida en otra mujer casada, Marta de Nevares, a la que en los textos literarios llamará Amarilis y Marcia Leonarda. Cuando se conocieron, la muchacha tenía veintiséis años y el poeta rondaba los cincuenta y cuatro. Estos amores sacrílegos se divulgaron muy pronto por Madrid y no tardaron en aparecer críticas mordaces y sangrientas. Marta, que apenas alcanzaba los treinta años cuando enviudó, gozaba, a juzgar por el retrato que nos dejó Lope, de una singular belleza. Lo espiritual no iba por detrás de lo físico. Amarilis tenía verdadera afición al arte y animó a Lope a proseguir su carrera literaria e incluso a experimentar nuevos géneros que hasta entonces no había cultivado. Así nacieron las cuatro novelas italianas que, dedicadas a la señora Marcia Leonarda, aparecieron en La Filomena (1621) y La Circe (1624).

De mediados de 1620 es la famosa Justa poética en honor a San Isidro, en la que hizo figurar a Tomé de Burguillos. Su hijo Lope ingresaba en el ejército y su hija Marcela profesaba en las Trinitarias descalzas, lo que poetizará Lope en una carta a Francisco de Herrera Maldonado. En cambio, la que dirigió a Francisco de Rioja es un breve Laurel de Apolo, con pequeños elogios y sin olvidar a los enemigos.

En 1621 Marcela, la hija de Lucinda, ingresó en el cercano convento de las trinitarias. Por las mismas fechas, quizá algo antes, Marta de Nevares pierde la vista, lo que será el prólogo de otra serie de desgracias familiares que acometerán al viejo poeta. En tanto, Lope trata de acercarse a los nuevos gobernantes. Desde 1621 reinaba Felipe IV y gobernaba don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares. A éste y a su hija dedica alguna obra, pero no consigue el favor buscado. El desaire de los poderosos irá engendrando un sentimiento de desengaño y frustración que impregnará sus obras de vejez.
Parece que en 1628 Marta sufrió ataques de locura. A pesar de todo, el Fénix sigue publicando: el Laurel de Apolo (1629), El castigo sin venganza (1631), La Dorotea (1632). En este último año, el 7 de abril, muere, con poco más de 40 años, Marta de Nevares. El entierro lo pagó oficialmente Alonso Pérez, el librero amigo del poeta y padre del discípulo predilecto.

Con la muerte de Amarilis no terminaron las desdichas y las inquietudes de Lope, porque en 1634 moría su hijo Lope Félix, y su hija Antonia Clara, la que tuvo con Marta de Nevares, se fugaba de casa con Cristóbal Tenorio, lo que lamentará bellísimamente Lope en la égloga «Filis». Sigue, no obstante, dando a la escena nuevas comedias, como Las bizarrías de Belisa, y, en medio de este torbellino de sucesos, tiene Lope el humor de publicar las Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos, uno de los libros más encantadores y llenos de humor de la poesía española de todos los tiempos. En el prólogo, Lope asegura con gracia haber conocido a Tomé de Burguillos en Salamanca y que «parecía filósofo antiguo en el desprecio de las cosas que el mundo estima». Quevedo, en su Aprobación, dice: «El estilo es, no sólo decente, sino raro, en que la lengua castellana presume victorias de la latina, bien parecido al que solamente ha florecido sin espinas en los escritos de frey Lope de Vega Carpio, cuyo nombre ha sido universalmente proverbio de todo lo bueno, prerrogativa que no ha concedido la fama a otro nombre.»

Lope no dejó de escribir hasta cuatro días antes de su muerte. Muchos de estos poemas de los últimos tiempos se publicaron póstumamente en La vega del Parnaso (1637).

El 25 de agosto de 1635 sufrió un desmayo que le obligó a guardar cama. Dos días después, el lunes 27, moría en su casa de la calle de Francos cuando contaba setenta y tres años. El martes lo enterraron solemnemente en la iglesia de San Sebastián. Las honras fúnebres las costeó el duque de Sessa y se convirtieron en un homenaje multitudinario. El funeral acordado por el ayuntamiento de Madrid fue prohibido por el Consejo de Castilla; la vida irregular que había llevado el poeta le persiguió aun después de muerto.

Lope de Vega cultivó la mayor parte de los géneros vigentes en su tiempo, muchas veces con extraordinaria calidad. Y tan copiosamente, que ello le valió el título de «Monstruo de la naturaleza». Su obra lírica es muy extensa. Estrictamente líricos son sus libros Rimas sacras (1604), Romancero espiritual (1619), Triunfos divinos con otras rimas sacras (1625) y una serie de folletos con uno o varios poemas, como Cuatro soliloquios (1612) y las églogas Amarilis (1633) y Filis (1635). Libros misceláneos son las Rimas (1602), formado por doscientos sonetos, y los poemas épicos La hermosura de Angélica y La Dragontea; y las burlescas Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos (1634), donde incluye La Gatomaquia. Intercala poesías líricas en varios de sus volúmenes en prosa, las junta a diversos poemas épicos y las mezcla con prosas y comedias en La vega del Parnaso (1637).

Prolonga en sus composiciones más refinadas la lírica que Garcilaso había instaurado, pero no olvida la poesía octosilábica del Cancionero y revitaliza formas líricas populares, que suele insertar en sus comedias. Contribuye, además, a la creación del Romancero nuevo; muchos de sus romances constituían una crónica de sus amores y gozaban de enorme popularidad. Pero Góngora, prestigioso entre los doctos, lo ataca cruelmente. Lope se defiende, lo zahiere sobre todo en sus comedias, lo envidia y admira a la vez. Y, sin modificar su conducta poética -sencillez, «conceptos» al modo cancioneril, adorno moderado compatible con la claridad-, cede a veces al estilo gongorino.

La vena épica de Lope se desarrolla, primero, bajo el influjo del espíritu lozano y entusiasta de Ariosto y, más tarde, bajo el más austero de Tasso. Pertenecen a este género La Dragontea (1598; sobre la derrota y muerte del corsario Drake), El Isidro (1599; excepcionalmente compuesto en quintillas octosilábicas, en correspondencia con el carácter popular del santo madrileño cuya vida narra), La hermosura de Angélica (1602;única contribución de Lope a la épica imaginaria ariostesca, irregular y farragosa) y Jerusalén conquistada (1609; en veinte cantos, como la «liberata» de Tasso, y unas mil octavas reales, centradas en la tercera cruzada).

Estos poemas y, desde luego, su teatro disgustaban a los doctos fieles a las doctrinas aristotélicas. Tres de ellos, Pedro Torres Rámila, Cristóbal Suárez de Figueroa y Juan Pablo Mártir Rizo, publican un feroz libelo contra Lope, la Spongia (1617), donde juzgan despectivamente sus novelas pastoriles y descalifican toda su épica; llaman a La Dragontea «deshonor de España» y califican la Jerusalén de «pedestre oración». Pero Lope, aunque amargado -culteranos y aristotélicos lo descalifican-, prosigue con sus intentos épicos. Tras el Polifemo de Góngora, ensaya la fábula mitológica extensa con cuatro poemas: La Filomena (1621; donde ataca a Torres Rámila), La Andrómeda (1621), La Circe (1624) y La rosa, blanca (1624; blasón de la hija del conde-duque, cuyo complicado origen mítico expone). Vuelve a la épica histórica con La corona trágica (1627, en 600 octavas sobre la vida y muerte de María Estuardo). Por fin, en 1634, con el buen humor que había inspirado las Rimas de Burguillos, compone La Gatomaquia, gracioso poema épico-burlesco de 2.811 versos, donde narra las peripecias amorosas de los gatos Marramaquiz, Zapaquilda y Micifuz.

Ya en prosa, sólo tres géneros narrativos dejaron de interesarle: el caballeresco, el morisco y el picaresco. Y así, escribió dos novelas pastoriles, La Arcadia (1589; cuyo argumento encubre peripecias amorosas del duque de Alba) y Los pastores de Belén (1612; con tema sacro, desarrollado con particular encanto). En 1604, cediendo al prestigio europeo de la novela bizantina, publica El peregrino en su patria, obra miscelánea en que las aventuras de los protagonistas se entremezclan con poesías y comedias. Conforme al modelo de la novella italiana que Cervantes había introducido, escribe sus cuatro novelas dedicadas a Marcia Leonarda: Las fortunas de Diana (1621; incluida en el volumen de La Filomena), La desdicha por la honra, La prudente venganza y Guzmán el Bravo, publicadas con La Circe (1624). Sigue los pasos de Cervantes, a quien estimaba poco y al que, sin embargo, dice, «no faltó gracia ni estilo».

Mientras, viejo y cansado, cuida a Marta de Nevares, ultima Lope una obra maestra, elaborando tal vez materiales muy anteriores: La Dorotea (1632, año en que muere Amarilis), donde evoca sus amores mozos con Elena Osorio. La denominó «acción en prosa»; está dividida en cinco actos, y es un largo texto irrepresentable, en la estela de La Celestina, en donde los personajes encubren apenas a los protagonistas de aquellos episodios juveniles.

Como escritos apologéticos y doctrinales y cartas, puede abrirse en la obra de Lope un apartado, en el que se incluiría el poema Arte nuevo de hacer comedias (1609; en 376 endecasílabos sueltos dirigidos a la Academia de Madrid, con los que, irónicamente, defiende su estética teatral); Isagoge a los reales estudios de la Compañía de Jesús (1629; novela en silvas para las fiestas de fundación del Colegio Imperial), El laurel de Apolo (1630; casi 7.000 versos en alabanza de escritores y pintores españoles y extranjeros) y Triunfo de la fe en los reinos del Japón (1618; en prosa, sobre hechos acaecidos en las misiones de los jesuitas). Se conservan, además, casi 800 cartas dedicadas, en su mayor parte, al duque de Sessa, de enorme valor biográfico.

Lope declaró haber escrito 1.500 piezas dramáticas; se conservan 426 comedias a él atribuidas (de las que sólo 314 son seguras) y 42 autos sacramentales. Aprovechando hallazgos de precursores, como los valencianos citados más arriba, de Juan de la Cueva, y de La Celestina, fija la fórmula de la comedia (nombre genérico dado a cualquier pieza teatral larga), que obtiene una triunfal acogida popular. Quebranta las unidades de lugar, tiempo y acción, exigidas por los preceptistas (y también por escritores como Cervantes, frustrado como autor dramático por el triunfo de Lope). Y mezcla lo cómico y lo trágico tratando, dice, de imitar a la naturaleza. Al servicio de este ideal, forja la «figura del donaire», que media con su sentido común y su buen humor entre los espectadores y la escena. Pero al postular tal mezcla, renuncia a la tragedia (El castigo sin venganza es bastante excepcional) y se predispone para componer comedias propiamente dichas, y tragicomedias, entre las que destacan las de comendadores, con asuntos de honra. Escribe en verso, con variedad de metros (predomina el octosílabo) y estrofas conforme a las exigencias de la peripecia. Adopta la división en tres actos o jornadas, y acoge temas de muy variada naturaleza, sumiéndolos en un clima intensamente español: de historia antigua (El esclavo de Roma) y extranjera (El gran duque de Moscovia), religiosos (La buena guarda), mitológicos (El laberinto de Creta), de enredo inventado (El acero de Madrid, La dama boba y El perro del hortelano), etc. Especialmente importantes son las obras inspiradas en temas de la Historia y leyendas españolas, con que contribuía a la forja de una conciencia nacional (El mejor mozo de España, El mejor alcalde el rey, Fuente Ovejuna, Las paces de los Reyes y judía de Toledo; se le ha atribuido, pero no es suya, La Estrella de Sevilla). Algunas de sus mejores tragicomedias se inspiran en canciones populares (Peribáñez y el comendador de Ocaña, El caballero de Olmedo). Otras comedias (El villano en su rincón) dramatizan también motivos folklóricos. Probablemente, ningún otro escritor ha interpretado tan profundamente a su pueblo.



Poema:

Tiene su silla en la bordada alfombra
de Castilla el valor de la Montaña
que el valle de Carriedo España nombra.
Allí otro tiempo se cifraba España,
allí tuve principio: mas ¿qué importa
nacer laurel y ser humilde caña?
Falta dinero allí, la tierra es corta;
vino mi padre del solar de Vega:
así a los pobres la nobleza exhorta.
Siguióle hasta Madrid, de celos ciega,
su amorosa mujer, porque él quería
una española Elena, entonces griega.
Hicieron amistades, y aquel día
fue piedra en mi primer fundamento
la paz de su celosa fantasía.
En fin, por celos soy, ¡qué nacimiento!
Imaginadle vos, que haber nacido
de tan inquieta causa fue portento.